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Por: Lilliam Maldonado Cordero


El laureado escritor colombiano Gabriel García Márquez compartió una frase que obliga a reflexionar sobre el significado de nuestras experiencias, cómo las interpretamos y cuál es su efecto en nuestras vidas: “La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”.


Según esta máxima, nuestra memoria va hilvanando nuestros recuerdos e historia, matizándolos con los sentimientos que estos generaron en nosotros, ayudándonos a sobrellevar y hasta reconcebir algunas partes de nuestras vidas gracias a los artilugios misteriosos y maravillosos de la mente. Sin duda, García Márquez no se refería a algunos tipos de amnesia producto de traumatismos físicos o emocionales que podrían hacernos olvidar total o parcialmente el pasado, o trastornos mentales que conducen a la manipulación de la verdad.


Para hablar de definiciones, algunos entienden la historia como la reconstrucción problemática e incompleta de lo que pasó. Mientras, los recuerdos son imágenes del pasado archivados en la memoria, y la memoria es el lazo de lo vivido en presente eterno. En el caso de la cita del escritor colombiano, este pareciera profundizar mucho más en la vivencia personal dentro de ciertos contextos, como si esta experiencia nos llevara a recodificar los recuerdos -que son más concretos- en memorias -que son recuerdos editados-, eliminando lo malo y ampliando lo bueno.


No es fácil entender esta propuesta. Ahora que se acercan las Navidades más largas del planeta -que ya empiezan una vez acaba la segunda semana de noviembre-, quizás nos sirva de referente escuchar y desentrañar las discusiones de las reuniones familiares, mientras se relatan los recuerdos de la niñez compartida entre abuelas, madres y padres, hermanas, tíos y primos. Los cuentos, según se van relatando, van redescubriendo las historias para transformarlas en memorias. A medida que se rememora, unos primos le aclaran a los otros, “Pero… eso no fue lo que pasó en el entierro de abuelo”, o “La que se fue en el Cadillac azul con Rafael fue Rosa, no María”. Así se invierte un gran rato de ese compartir a desguazar la manera en que cada uno recuerda sucesos de apariencia diferente sobre una misma historia. Rememoramos según esos recuerdos nos marcaron y, al final, se crea la ilusión de que tiene la razón es quien más detalles hila de la historia.


Es en el mundo de las historias, los recuerdos y las memorias, y de cómo son reconstruidas por sus autores, que se nutren los cuentos más seductores jamás escritos. Por ejemplo, Cien años de Soledad, de García Márquez, es una novela de ficción que fusiona elementos fantásticos con la realidad, inspirados en el pueblo natal del escritor, al igual que sus personajes. De no haber sido por la genialidad de este magnífico autor y su capacidad de transformar historias comunes en relatos estupendos y aleccionadores -gracias no solo al artificio de sus recuerdos sino de su talento extraordinario en el uso de los recursos literarios-, no habríamos conocido esa aldea llamada Macondo que él nos reveló.


Nuestra mente tiene una capacidad excepcional para matizar los recuerdos. No los perdamos en el olvido. Relatemos a nuestros pequeños de dónde venimos y cómo llegamos hasta aquí, siempre de forma honesta, pero espléndida. Ya lo dijo también, en sus palabras, el filósofo Jean-Jacques Rousseau: “Siempre hay cuatro lados de la historia: tu lado, su lado, la verdad y lo que realmente sucedió”. Contemos la nuestra.

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